Sobre las plataformas plateadas treparon los nadadores cuando desde
los altavoces se dio la voz de "a sus puestos". A Rafael un alud de
pensamientos le invadió, recordaba cada brazada compactada en medio
segundo; así como las palabras de su entrenador, el sabor a cloro del
agua, el fondo resbaladizo de la piscina y la textura cuadriculada de
sus paredes interiores. doblegó su rodilla derecha para impulsarse con
esa misma pierna hacia la cima del altiplano artificial, y estando
allí se maravilló, como lo hiciera aquélla primera vez cuando niño,
como si acabara de descubrir un océano transparente y de olas tan
suaves, que a veces lograban reflejar con asombrosa proporción los
árboles más allá de la orilla opuesta. De aquél lado era otro mundo,
al cual había que llegar cuanto antes para hacerse salvo de las
letales agujas del reloj, y lograr frenar cuanto antes los afilados
segundos que desmembraban las esperanzas mientras más se sumaran al
record personal. Pensando en eso, se colocó con calma su gorro de goma
elástica, y le quitó los lentes azules a su frente para que sus ojos,
lazarillos magníficos, se protegieran mientras le conducían a través
del riel oscuro que arrancaba en el fondo y terminaba un poco más acá
de la meta. Entonces, aún de pie, se inclinó hacia delante, lo
suficiente para asir con sus dedos el borde del taco de salida.
Flexionó sus rodillas y prensó cada músculo de cuerpo tan fuerte y
presto como lo pudiera hacer el motor de un carro encendido, listo
para emprender la huida.
Sin perder la posición de arrancada, acercó su mano derecha a la
muñeca contraria, colocando sus dedos tan cerca del botón de su reloj
con cronómetro que las calmadas pulsaciones producía presión a
intervalos con su dedo índice sobre el plástico de su medidor del
tiempo. Oteó por última vez el trozo del reino que Neptuno regaló a
los hombres. Pulsó con fuerza el botón de su reloj de pulsera y sintió
cada parte de su cuerpo moverse. Imaginó viéndose desde fuera de él.
Su alma, de cierta forma, escapó de su cuerpo para observarlo desde su
exterior, y percibir, en menos de medio segundo, de qué manera la
corporeidad de Rafael se extendía, cómo mutaba en tan brevísimo
tiempo. De pronto era un águila en picada lista para destrozar su
presa con sus garras y su vuelo asesino, después se transformó en una
saeta cuyo arquero lanzó gracias a la tensión máxima lograda por la
elongación de la cuerda de su arco. Así pasó de entrar al agua tal
proyectil y continuar como un tritón de los mejores ejércitos del dios
de los mares.
En aquel momento, Rafael miró a los lados y, aunque estaba sumergido
en la noche profunda y en la más pura soledad, recordó tan vivamente
la prueba perdida hacía horas, que podía sentir el agua salpicada por
sus contendores a cada lado de él atrapados por la velocidad y sus
carriles: Podía jurar que lograba ser tocado por el menudo oleaje que
producía el paso de sus compañeros de competencia, escuchaba en
bramido de la multitud cuando sus oídos estaban por debajo del agua,
podía sentir la luz moribunda del sol abrasándole la espalda,
apreciaba la brisa vespertina que le contrariaba cada brazada. No pudo
menos que llorar mientras nadaba. Nadie lo sabría, estaba sólo,
destrozado, alicaído. No escuchar su nombre ni el de su país al
momento de las premiaciones lo hizo ahogarse entre sus penas, que eran
más caudalosas que el contenido de mil piscinas como la de esta noche.
Poco le importaba el trozo de metal ése, con su opulenta cinta y su
fulgor hipnotizante ennobleciendo los cuellos victoriosos. Le dolía
que su esfuerzo no fuera reconocido, que sus sudores aplacados por el
cloro y por el agua tratada no sirvieran de nada en aquélla
oportunidad. Por ello, es que esta noche Rafael no hace otra cosa que
nadar, que seguir buscando la manera de asesinar aquél maldito medio
segundo; una fracción tan insignificante en la historia entera de la
creación que el hombre moderno es incapaz de emular a la perfección,
entre el sonido de dos palmadas, tan brevísimo instante. Meses, años,
siglos: eso no significaba un carajo para él; ningún tiempo le era tan
odiado como ese bizarro medio segundo que invirtió en nadar en lugar
de hacerlo celebrando. Medio segundo es el tiempo suficiente para
esbozar la más sublime de las sonrisas, pero él lo perdió sacrificando
su fuerza vital para alcanzar la meta.
Pero entre lágrimas, patadas y respiraciones, el cuerpo de Rafael
responde ante la aversión al que es sometido. Su masa carnal se siente
dolida y ofendida. Su cuerpo sabe que no es causante por entero de su
turbio éxito, y decide tomar venganza ante tales insultos. De tal
forma que al cuerpo poco le importó las consecuencias que pudieran
tener sus actos sobre la vida misma, y comenzó acalambrando ambas
piernas.
Rafael se detiene abruptamente, lanza un sordo grito al aire nocturno,
y le muestra los dientes apretados a la soledad para demostrar su
dolor. Cierra los ojos e intenta, en la desesperación del acto de
flotar junto al de intervenir en aplacar la incomodísima sensación en
sus piernas entumecidas, evitar hundirse. Pero es inútil. En medio de
la piscina un hombre lesionado y sólo, es un hombre en grave peligro.
Intenta dar brazadas a media máquina mientras que una mano masajea
inútilmente pierna por pierna. Tal acción sólo conduce al inevitable
hundimiento. Es lento, pero el agua hace estragos y sus vías
respiratorias inhalan aire y líquidos en abundancia. Cada intento de
salir a flote implica irse abajo seguidamente y cada vez a mayor
profundidad. El interior de la piscina vista desde los ojos de Rafael
en ese desesperado instante, es el fondo de un acuático abismo: el
horizonte se confunde con el nivel del agua, y sus ojos deben buscar
el borde más cercano a él. La ausencia de las carrileras, quitadas
justo después de la competencia, agrava más la situación. Cada intento
de pedalear en el agua no tiene sentido, se crispan las piernas como
sí dentro de ellas las fibras de los músculos estuvieran siendo
estiradas hasta el desprendimiento. Su boca es inservible para
respirar, ni mucho menos para intentar pedir socorro a gritos. Está
desorientado y cansado de remar sin llegar a ningún lado. Su norte
desaparece a cada hundida, y su ceno nasal arde de tanta agua clorada.
Su pecho le duele por no inflarse más. Su garganta intentar tragar
cada partícula del aire atrapado en su boca. Sus ojos ya no juzgan
distancias más allá que las burbujas y el agua chapoteada. Un
gigantesco dolor le tranca la garganta mientras que un sueño incómodo
le invade… de pronto, el borde de la piscina se acerca a él. Rafael se
hunde y lo mira nuevamente, estira su brazo, ve su propia mano, se va
abajo. Como reflejo voluntario decide esperar tocar el fondo para
impulsarse. Ya allí espera un poco más para intentar subir más rápido,
pero el camino arriba se hace lento e insoportable. El corazón late
más fuerte y descontrolado que nunca. Estira nuevamente su brazo tanto
como su hombro lo permite. Los dedos de su mano apenas rozan en un
instante el borde de la piscina; el mismo que pudo haber alcanzado
medio segundo antes de hundirse finalmente.