jueves, 6 de octubre de 2011

Nina

Nadie se ocupaba ya de Joaquín. Ningún pariente, al parecer, disponía de algún rato libre para compartir con el que en joven vida fuera un líder de los movimientos clandestinos liberales durante el régimen déspota de Pérez Jiménez. Ya carcomido por la vida, sin ninguna reserva de juventud, Joaquín yacía tumbado en la irregular e incomoda colcha que le habían dado los “niñeros de viejos” (como bien él decía) para que pasara aquí el más amargo trayecto hacia su muerte.
La habitación era estrecha y vacía, con una puerta disfrazada con pintura sobre los latones oxidados por el orín del tiempo; las paredes, todas igual de horribles, se alzaban moribundas, calientes y hediondas a cal sobre el piso de granito ya sin pulir todos los días, salvo los lunes y los jueves cuando una haitiana tosca y fea solía entrar con su ya caucásico tobo de latón con ruedas y el coleto, que no era mas que el conglomerado de viejas franelas de partidos políticos. Siempre le decía a Joaquín con su castellano mal pronunciado “no vaya a bajar, está mojado”, mientras el sólo contestaba con un evidente gesto como si con los ojos volteando le dijera: “como si tuviera ganas de bajarme, tarada”.
Él, los lunes y los jueves y los demás días cargaba sobre su pecho escuálido a Nina, una dulce criatura que compartía con él su mejor hábito: dormir. Joaquín, por los años de convivencia junto a su querida y felpuda amiga, había concluido que estos singulares felinos nacían ya viejos, pues nada más explicaba la impensada virtud de dormir al menos quince horas al día.
Lucia placida sobre el abdomen superior del anciano, daba la impresión de ser una bebita perezosa, con la respiración tenue, ligera, como si inflara burbujas invisibles cada par de segundos con su típica nariz rosa de las hembras de esta especie. Nina, cuando andaba por el suelo aparentaba ser una bestia gigantesca, realmente grande, mas, sobre el pecho de Joaquín no era, a juzgar por su peso, más que una muy acolchada almohada de suaves huesos.
Joaquín pestañeo con fuerza, como queriendo aplastar las pestañas unas contra las otras, victima del dolor que le dominaba y que quería obviar por clamor a su cuerpo y cordura. La jaqueca estaba empezando a hacer efecto sobre sus sentidos, que permanecieron virtualmente cegados por voluntad de Joaquín. Él sabia que estaba allí, pero lo quería ignorar; sabia que se alojaba como un punto pequeño y palpitante, negro además, extraviado por los laberintos más inhóspitos de la mente, pero sin querer, Joaquín bajo la guardia mientras admiraba a Nina flotando sobre la piel que recubría su esternón, y el dolor fue acercándose cada vez más al margen de su consciente, y fue abriéndose camino entre la materia gris de su cerebro hasta captar la completa atención de Joaquín y comenzar con la perturbación de su ya perturbada humanidad.
Nina se había acoplado tan bien al pecho de Joaquín, que, vencida a propósito por la dulce pereza de las monótonas tardes, se había dormido allí mismo, sin importarle nada más en el mundo, ni el hambre, ni los ratones, ni un varonil gato, ni los ruidos ciegos que llegaban por la estrecha ventana que daba hacia el transito infernal de las cuatro de la tarde en la avenida San Martín. Nina se ocupó desde entonces de permanecer inmóvil sobre Joaquín, y éste se encargo de aguantar la migraña clásica de los tiempos geriátricos.
Un corazón inmaterial palpitaba en su cabeza, un tintineo tan intenso que sobre cada punzada de dolor el rostro del viejo se fruncía delatando que estaba siendo victima de un enorme sufrimiento. Sólo mover un tanto su cuerpo implicaba el avivamiento drástico de las punzadas destrozándole el juicio, además de su estricta moral de varón fuerte, pues su orgullosa hombría estaba siendo abofeteada por cada una de las lagrimas con que con los ojos buscaba drenar la maldita sustancia que tenia dentro del cráneo, y que lo reventaba en espasmos.
La vista se colaba forzadamente entre las lágrimas que se atoraban en sus ojos entreabiertos, pero era lo suficiente para apreciar la lámpara blanca del techo y la grieta tangente a ella que atravesaba el plano de norte a sur. Luego movía preventivamente su barbilla hasta unirla al pecho para mirar como dormía Nina, entonces fue allí cuando se percató del suave ronroneo del animal, que era la chispa con que seguramente explotaba en cada respiro más dinamita dentro de su encéfalo. Desde ese momento él ya no escuchaba a la gente de la calle, ni la tos de sus vecinos, ni los cornetazos de los autos en la San Martín, si no que se dejo envolver por los nauseabundos cánticos de los sueños de Mina, por sus malditos ronroneos.
Así cupieron dos eternos siglos en un frasco de media hora, la eternidad era solamente el intervalo entre dos respiros. Permanecía Nina ronroneando, sembrando aun más profundo la semilla de sus ruidos entre las adoloridas vísceras de la jaqueca.
Los ronroneos de Nina mascaban la materia sensible de la cabeza de Joaquín, como un tripanosoma venenoso.
Hizo un enorme esfuerzo para no levantarse y quitar a Nina de un solo manotazo, y fracasó intentándolo, pues ya lo estaba haciendo.
Tomó a la criatura por el lomo y con el impulso de su cuerpo al levantarse giró velozmente su brazo derecho hacia su izquierda tirando a Nina hasta la pared más cercana, con una fuerza tal que hizo pintar de rojo el punto de impacto del animal. Seguidamente la cogió ya desplomada, y martilló con ella clavos invisibles en el mismo suelo que no hizo más que no dejar traspasar la felina a pesar de que el ser enloquecido, en el que se había convertido Joaquín, parecía querer hacer pasar a golpes a la rota criatura a través del piso y enterrarla junto a sus negros ruidos.
Pero esta no daba más allá del granito, así que Joaquín arrodillado descargó sus rugosos puños contra el animal, golpes certeros a lo que era su cabeza, su abdomen y sus patas, una y otra vez. Levanto al estropajo de carne por la cola manteniéndola en vilo mientras decidía estrellarla de lado a lado oscilando como un ser desalmado, sonriendo autista, envenenado de furia, de placer cruel, de hambre de tranquilidad, pagando con el jugo de la vida de Nina su propia satisfacción. Por ultimo, Joaquín tomo por ambas patas traseras la carne del animal que goteaba miel carmín y fresca sobre el piso, al tanto que con fuerza veloz y descomunal separó derecha e izquierda del animal al distanciar los brazos, quedándose cada mano con una porción del animal. Basto hacer esto para caer de bruces contra el piso, acostado sobre el charco de lo que era Nina. Y Joaquín, nada más así, se percató de que los ronroneos sólo provenían del interior de él.


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