domingo, 31 de julio de 2011

El tren

Un millar de ojos lo ven, al menos eso cree. Luce destruido y abatido ante la sorpresa mayúscula que supuso un engaño amoroso en sus propios ojos. Las manos se extienden más allá de las rodillas en cuclillas mientras la carne debajo de su ojo es humedecida por el paso aletargado de un rocío que desde su interior emana, en señal de profunda tristeza.
Él, ahora, es la muestra más fiel de este sentimiento, un sentir que trasciende la razón, y que ensombrece la memoria y enturbia los recuerdos. En su mente aflora las paredes del subterráneo moviéndose a su paso contemplativo y descuidado de algunas mañanas, nota la espalda de las gentes que junto a él buscan sus destinos en esta enorme ciudad de rumores sin sentido alguno. En su mente vira una esquina, ya allí, el tormento mayor que sus ojos le pudieron haber regalado jamás a su endeble existencia: una boca ajena devora como sí caramelo fueran los labios de su princesa de hace tres años, un asalto bucal que es acompañado por manos que a la par recorren la poca corporeidad que es posible tantear entre el tumulto agitado de personas. Él inmóvil, informe por dentro y mojado de ira hacia su propia ignorancia, maldice sin más no poder ese momento y todos lo que representaron en la vida junto aquélla mujer. Ahora su existencia no tiene mayor sentido que acabar, no sin antes hacer lo propio con la reputación instantánea de ella, al correr hasta hacerse lo suficientemente cerca para rasgarle parte de la ropa con la fuerza de un hombre herido por dentro. Parte de la blusa se desprendió de aquélla silueta femenina, y una mano fugaz, más certera que débil, fue a parar en su mejilla como respuesta ante tanta bajeza –no parecen cosas tuyas - dijo ella, - y lo que yo vi sí parece ser tu costumbre, y no lo sabía -.
Él huye, se aferra a los efectos de la aversión con más fiereza que nunca, y se detiene hasta el mural que intenta alejarse del abismo que muerde el andén, que el chico ve cada vez más cerca conforme lo pasos le va mostrando esas entrañas bañadas de rieles y el ruido de pequeños panales de abejas invisibles. A los lejos las luces del subterráneo amenaza con llegar tan pronto como el deje de verlo, de mirar a la gente que lo ve con cierta preocupación. Se arrodilla justo detrás del barranco sintético y dobla su abdomen que aún se mueve como si quisiera vivir, todo esto antes de que la gota última de lágrima chocara contra el suelo del precipicio, y de que dejara al veloz verdugo de lata el honor de ejecutarlo.


Yeiko                                                                                                            

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