jueves, 7 de julio de 2011

Los alacranes




















Entre nubes nocturnas y postes que pasaban volando, Pablito despierta para ver cómo corren estos a través de la ventanilla del automóvil. El olor a cuero nocturno y el sollozo preocupado de su madre lo deja todo claro. Sabe muy bien lo que ocurre. Los postes se hacen cada vez más lentos, y son borrados del cielo por las luces del hospital. Le piden que se levante. Anda. Tiene un abrigo más colorido que alegre. Las sillas plásticas son duras. Y el sueño vuelve. “Pablito, despierta, debes ir con tu tía. Ella te cuidará en casa”. Duerme nuevamente. El frío se muere de repente al salir del hospital. “Tú papá está bien, Pablito, no te preocupes… Es sólo una fiebre”. Pablito no terminó de escuchar, se había quedado dormido porque otra vez los postes pasaban rápidamente y el asiento del automóvil resultaba ser una buena cama en las madrugadas cuando su papá iba al hospital.
Cuando despertó era de día. La cama ajena era conocida, la de su prima; seguramente fue a dormir con su tía. Más allá de las cortinas que improvisaban las puertas del lugar, se oía una cacerola atajada por el suelo al suelo, el rumor de la televisión encendida y de los tintineos frecuentes del metal de las cucharas chocando con los tazones de vidrio. “están desayunando” pensó. Pablito aún tenía sueño, así que cerró los ojos, adoptó una posición aún más fetal, se camufló entre las sábanas y metió su mano debajo de la almohada. Hasta que, la sensación de algo que se movía, cuyas patas duras y ásperas como ramillas de rosal, su cuerpo largo, acorazado y segmentado, además de una cola puntiaguda; le hizo retirar la mano al acto. Se levantó de golpe y un alarido de fatal sorpresa escapó de su boca recién despierta para decir a los cuatro vientos “un alacrán tía, un alacrán”. El animal trepó sobre la almohada y amenazaba con su ponzoña a pesar de la distancia. Aún lejos, Pablito se sintió inseguro, como sí en su cabeza estuvieran miles de ellos. Decidió escapar descalzo, pero otro alacrán bajaba a tientas sobre la cortina que separaba la habitación del resto de la casa. “tía, otro alacrán”, era lo único que Pablito podía decir. Dio la vuelta y tres alacranes más estaban sobre su cama. Se armó de valentía y de una toalla que encontró a ras de suelo antes de que otro alacrán se acercara a él. Como pudo, logró apartar al alacrán de la cortina y a las otras decenas que llegaban desde los huecos en las paredes. Corrió por el pasillo sin abandonar los gritos, al contrario, todos sus alaridos se dispararon al unísono cuando, en el suelo de la cocina, un hervidero de alacranes se hacía de los cuerpos de su tía y sus primos en el suelo, y también de la comida sobre los tazones de vidrio.
Toalla en mano, sólo una idea se le venía a la mente. Sobre la cocina, una hornilla aún trabajaba para una olla que nunca logró ser colocada. Se acercó cuanto pudo, y sorteando los alacranes distraídos con los cadáveres, sostuvo un extremo de la toalla quemando la punta contraria, la cual se hizo de la lumbre inmediatamente, como una antorcha flácida. Así que, cuando la flama crecía devorando toda la tela, la arrojó sobre el mantel de la mesa, que compartió el fuego junto a la toalla quemando así los alacranes sobre esa tabla y la comida. Las llamas se abrieron en un círculo amarillo y azul de estelas negras y humeantes, alcanzó el borde de la mesa hasta que lograron llegar al suelo a través de un trozo incandescente que comenzaba a incinerar el resto del lugar. Pablito quedó boquiabierto, contemplando cómo los alacranes no oponían mayor resistencia al fuego. Permanecían en una danza temblorosa y de tenazas abiertas, como clamando ayuda. Todo esto antes de que una punzada intensa, fría y penetrante en su brazo izquierdo, le hiciera perder la calma. Dio un último alarido, y un dolor de cabeza lo derrumbó al suelo en llamas, hasta sentir, mientras dormía, cómo se quemaba.
Pero al abrir los ojos nuevamente, tres rostros se atravesaron en su vista como unas siluetas borrosas todavía. “ya cede la fiebre”, oyó una voz femenina más allá de su alcance; “¿mejorará doctora?”, es la voz inconfundible de su padre; “por su puesto. ¿Han visto alacranes en su casa?”, otra vez la voz de aquélla mujer desconocida; “sí doctora. Hace poco maté uno”, esa la voz de su madre; “eso explica la infección. Se produce en los niños mayormente por contacto de los alimentos con heces de alimañas como el alacrán. Pero se pondrá bien con el antibiótico que le apliqué”

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