En esta ciudad casi nadie se mira a los ojos, pareciese que se les hubiera infundado el temor desde muy pequeños hacia las llamados ventanas del alma. Centenas de veces he tropezado, a menudo accidentalmente, con personas para dar fe de esta vaga teoría, y como resultado, observo que ninguna persona posa sobre mis ojos sus ojos…tal vez mis ojos den miedo, o quizás, lo que sea peor, reflejen todo el físico del observador, y éste no quiera que sean mis ojos reflectantes de su imagen vacía. Voy por la calle mirando a la gente, cómo se comportan, qué miran, cómo caminan, qué patrones siguen al andar, qué persiguen con su marcha, y la verdad, todo me resulta aprehensible, menos el hecho de contestarme todo el enigma principal: ¿por qué la gente ya no se mira a los ojos en esta ciudad?
Quizás perdieron sus ojos (los de verdad, no los que vemos por fuera) y ya no quieran ver más con ellos, sólo ven precios, colores textiles, números telefónicos, y mensajes de texto, y que por lo tanto, cosas más sublimes y reales como la luna atravesada por la niebla, la montañosa lejanía, el firmamento estrellado y los ojos de las personas, ya perdieron para ellos su valor para verlos…
Entiendo que nada inmediato y material devienen del hecho de que se mire alguna de estas cosas anteriormente mencionadas, y comprendo que tal vez, de no encontrarle beneficio inmediato, simplemente tal valor ineludiblemente decrece. Tal vez, pudieran afirmar que son vistos con más frecuencia de la que soy víctima cuando recurro a ondear mis cabellos despeinados por las calles del centro de esta ciudad, puede que sea cierto, puede que la impresión personal sea distinta, pero a mi percepción, a menudo cuando en las pocas ocasiones se mira a los ojos, se quiere medir cuán atento está tú prójimo de la existencia material ajena…cuando por la calle la gente se mira a los ojos, en sus contadísimas veces, lo hace para saber si las están mirando, sin importar que sea a los ojos.
¿Entonces cuál es el problema?, el problema es que casi nadie mira a los ojos ajenos, sin ver sólo el color, sin ver solamente la dirección hacia los que apuntan, o para ver cómo luce la carne alrededor de ellos. Mil veces he escuchado que los ojos son las ventanas del alma, y me asusta la idea que a nadie le importe nuestras almas, que a nadie le importe conocernos mirando a través de los glóbulos oculares, atravesar su materia, y lograr catar algo, por más insignificante que fuera, de la esencia que nos compone. Temo creer que nadie disfruta escudriñar los secretos guardados bajo la piel, ni lo que se haya dentro de esta casa que a través de las ventanas nadie quiere conocer.
Hace mucho tiempo, cuando niño, recuerdo a otros que como yo, se miraban a los ojos cuando hablaban, cuando se decían las cosas en la cara, y mis padres siempre me miraban a los ojos cuando me decían algo importante, porque sentía que no le hablaba al cuerpo sino a mí, al que está aquí dentro, al que los veía a través de las claraboyas de mi cara. También hasta poco pasada la pubertad recuerdo a mis contemporáneas haciendo lo mismo, más allá del caudal de hormonas casi controlable, se escapaban miradas tan profundas, como cuchillos de luz, que sentía apuñaleaban la carne de mis ojos, los atravesaba, y me sentía indefenso, descubierto y desprotegido de los ojos deliciosamente feroces de un rostro que, estando tan cerca de mi, no podía soportar la tentación de un beso adolescente.
Ahora, no ocurre igual ni en la misma proporción, quién antes te miraba, tan sólo te ve para no tropezar contigo o para saber si haz percatado su presencia. No miento. Estimen a su paso por las sendas citadinas, y corroboren si todo lo que digo son sandeces sin importancia, y que toda mi preocupación no son más que lunáticas estupideces. Yo no lo creo así, creo firmemente que todos poseemos un yo real que no es aquel ser humano que notas al espejo cada mañana, sino un ser casi imperceptible que habita cómodamente dentro de eso que vez, y que lucha a diario por ver a otros como él, que sean casi imperceptibles cómo él, otro que se halle viviendo dentro en otro saco de carne y huesos, y que logre mirar, para así no sentirse tan solo, como te sientes tú.
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