sábado, 26 de febrero de 2011

Tres formas de morir

Una
Tal vez por suerte o por saber cómo bajar velozmente de una mata de mango sin desnucarse en el intento, Ricardito, un pequeño zambo del siglo XVIII, tampoco logrado punzar, morder o lastimar por fiera alguna más que por los arañazos que de vez en vez Celina, su gata, le propinaba cuando jugaban. Razones por la que Ricardito no demostraba el más mínimo temor a la hora de enfrentar el reino animal, o vegetal, y trepar cuanto árbol le apeteciera para desmontar un nido de cristofués o agarrar alguna iguana. Una mañana, tras hacerse poco a poco a las proximidades del panal enorme que colgaba de una rama de un enorme samán, donde cuyos rudos pies la arena fría crecía entre las hojas del suelo como minúsculas torres de un imperio de hormigas pequeñas y negras. Sólo le bastó extender el brazo para tocar el panal e intentar mecerlo, y luego le dio otro toque mucho más fuerte para tumbarlo por completo. En tan arriesgada acción, el chico no pudo más que perder el equilibrio, hacer intentos torpes por mantenerse asido a la rama, y no lograr más que resbalar el pié con que ayudaba a despegar su cuerpo un poco más de la lejanía del suelo. El viaje hacia abajo sólo concluyó cuando su cabeza fue atajada por una de las casi pétreas raíces de aquélla imponente mata de mango, mientras que su espalda era arponeada por una piedra alta, rota y filosa que pudo penetrar, cuando poco, cuatro dedos debajo de la carne. Las abejas lograban salir de su palacio de cera y celulosa, que quedó atrapado bajo la corporeidad del niño, aguijoneando al atacante inerte, quien tendido en el suelo, aún vivo e inmóvil, sentía cómo éstas junto a las hormigas, invadían cada parte de su ser con mordidas salvajes y dolorosas, sin poder siquiera gritar ni agitar sus brazos tras la desesperación de sentir cada agujón y cada mandíbula minúscula clavándose en su carne, al tiempo que su garganta se cerraba, para siempre, a causa de la intoxicación.
Dos
A Doménico, al mismo que en un par de ocasiones había intentado quitarse la vida, le estaba costando llenarse de al menos de algo de gratitud y despejar cuanto rencor guardaba a quien desde hacía años, además de ser la causa muda de su aversión hacia la vida, era la responsable de romper su boleto directo hacia el otro mundo, en ambas oportunidades. Y esto, en lugar de lograr sentirse más condolido hacia sí mismo y abandonar sus tensiones iracundas, le propinaba más deseos y voluntad para planear su último acto ante la vida. Me suicidaré. Adiós, infame dejó escrito con una caligrafía huidiza y desesperada, sobre un periódico, exactamente en un artículo sobre puentes antiguos. Ella comprendió. Allí estaba él, solo y a medianoche, con su tira de sábanas en uno de sus extremos atada al cuello, listo, a juzgar por la posición que asumía al borde del puente, a acercarse lo más rápido posible a las duras piedras de la lejana orilla de un río delgado e intermitente. Tan alto se elevaba aquél puente de mediado del siglo XX que no bastaba con respirar tres veces para observar cómo una piedra en caída libre tocaba el fondo pedregoso. Y el mismo destino de las piedras que lanzaba recurrentemente Doménico era el que él deseaba tener. ¿Qué haces? Gritó su esposa al atraparlo en fragancia, a lo que obtuvo por respuesta un Déjame, zorra mentirosa entre loco y feliz: Aléjate de mí. Lucía su cónyuge retada y no obedeció. Se aproximó lo suficiente clamando desistiera Donénico de su insana idea, y éste, aprovechó para enlazar el cuello de su mujer con un aro de tela con el otro extremo de la soga de sábanas que preparó antes de que ella llegara, y que mantuvo oculto, hasta ese momento. Apretó halando hacia él mientras se lanzaba al vacío con su porción de lazo en la garganta. Aún vivía. Lucía fue atrapada por el peso de Doménico unos cinco metros debajo del puente, luchando por zafarse de tan asfixiante trampa. Y cuando ya había desmayado, mientras sus cervicales comenzaron a tronar bajo la piel, los dos cuerpos fueron atraídos por aquél fondo, aún vivos.
Tres
Los motores de una imprenta tiene un sonido que pudiera pasar por un estruendo constante una vez encendida, mas, conforme su funcionamiento se ha ido prolongando, aquello pasa a ser un rumor eléctrico y residual, que se logra soportar cuando los años de costumbre hacen sordo al operador, o cuando comienzas a hacer de eso una especie de música mecánica, como para entretenerse o tranquilizarse. Lo mismo ocurre con el movimiento cíclico del río de papel industrial siendo arriado a través de todas las correas transportadoras de la imprenta. Todo un espectáculo. Es una sensación visual que se pudiera asemejar al mirar desde un largo rato desde un puente a una autopista veloz y de carros ininterrumpidos, salvo que ésta en particular los carros son todos blancos, idénticos y con letras negras.
José estaba tan habituado que la cercanía a la maquinaria aludida no le provocaba la menor exaltación, hasta que, tras intentar hacerse de pié desde su silla de guardia nocturna, resbaló de tal forma que su pecho fue a parar encima de la vía de fugaces titulares. Fue arrastrado al instante por el alud de tabloides del día, entre palabrotas y fotografías. Manchado. Y cuando creyó haberse zafado quedó enganchado a una de las correas transportadoras, que lo llevaba halaba inclementemente hasta impactar contra un enorme armatoste de tubos que sostenía un segundo tramo de la imprenta, el mismo que con su fuerza maquinal, con la avalancha de papel que lo empujaba hacia dentro del montón de rodillos gigantescos y aunado a la desesperación de liberarse, sólo pudo dejar que lo inevitable sucediera. El brazo se le desprendió entre gritos y periódicos salpicados de sangre, perdió el control de la postura con que intentaba hacerse libre de la rotativa asesina, desequilibró su posición y una vertiginosa montaña de diarios lo llevó dentro de la máquina, la misma que sólo pudo, entre alaridos, llanto y trituraciones sucesivas, imprimir en rojo seiscientos treinta y siete ejemplares.

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