Un beso de almíbar, un fragmento de cántico celestial y una mariposa de luz; para él eso era ella. Su andar fantasmal y dulce, jamás macabro, presumía de un aire de suficiencia fantasiosa, él veía en ella toda la pureza, toda la luz, Lo inmaculado y lo divino. Era ella un montón de gracia reunida en algo difícil de asimilar como solo una mujer terrenal; bajo una película de hermosa carne en tono mate, al que algunos conocen como piel; era difícil aceptar que se escondía otra cosa que una hermosa diosa atrapada en la humanidad de una quinceañera.
Pudo él imaginarse surcando los cielos sobre claros nubarrones de algodón de azúcar, verla flotando, entre volando y danzando, sobre la superficie de las charcas más cristalinas. Nada había nada más cerca de la perfección que aquélla mejilla femenina tan cerca de su nariz masculina; nada más sublime que la ayuda generosa de la brisa empujando sus cabellos a la cara del joven hombre enamorado, y una vez que las pieles se tocaban apenas rozando con los transparentes vellos en su rostro angelical, un alud hermoso de aromas emanaba de sus poros femeninos desencadenando un torbellino hormonal dentro de la frágil conciencia del varón cautivado; poco antes de que, al mismo tiempo que dicho encuentro cutáneo y privado (a pesar de las decenas de almas que pudieran estar alrededor en ese momento), él se armaba de valor y pronunciar con el mayor de los esfuerzos, como todo un caballero embistiendo el pecho de los dragones que conformaban su cobardía con una súbita lanza de palabras: “estoy bien, gracias, ¿y tú?”
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Un beso agridulce, un estallido de hormonas derrumbando su cuerpo desde la sangre hacia fuera. Unas manos que exploran las sombras calientes y acarician con rudeza las únicas partes invisibles dignas de besar, o lamer. Ella, la otra, era el veneno vital, un terremoto cárnico, un despliegue de olores y dolores sabrosos, de golpes exquisitos y de ocasiones furtivas de embestidas fálicas contra su pubis atrapado por cualquier muro callejero y nocturno. Ella era la locura, era un animal sensual, una lengua de cualidades lamparoscópicas que perforaba la boca hasta hacer su nido revolcándose en la garganta para depositar allí los más viscerales gemidos. Él era el esclavo de sus deseos hedonísticos, sólo era una figura varonil que calentándose bajo la falda de ella, a la que desplegaba como el telón de las mejores obras teatrales eróticas, hacía las veces de un semental de ocasión. Sus dedos femeniles no dudaban en desprender la hebilla tambalenate de aquél niño grande y sus vibraciones nerviosas, cavaba entre las telas, hundía sus uñas hasta la base misma del báculo y lo oprimía con inexistentes contemplaciones. Él nada más era una marioneta que obedecía a los hilos invisibles de las ferormonas, él era la mesa de su comida y el bufet eran sus hombros quienes llevaban las feroz parte de sus ataques dentales. Su espalda masculina era un mapa donde se trazaban en cada encuentro nuevos caminos, marcando las rutas pasadas por donde anduvieron los orgasmos femeniles. Sólo al sentirse utilizado, alejándose toda vez de una mujer complacida y exhausta, escuchaba de ella, entre respiraciones orates que buscaban la normalidad entre el espacio de cada palabra: “¿cómo estás?”
1 comentario:
brutal! me encanto. Continua!
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