Mutilé mi sueño con café cuando aún la noche se llamaba ayer, y acerqué el borde plateado de mi taza de campaña a mi boca muda y palpitante, cuyos labios se entreabrían queriendo surtirse, más que de aquella infusión vasodilatadora, de una tranquilidad que, hasta justo ahora, no sabía que no llegaría.
La calle nocturna, el pensamiento distante, las aceras grumosas, las luces enceguecidas, los árboles de negras hojas, y las personas pintadas en el papel tapiz del contexto infinito como estrellas opacas que pasan, distantes y desorientadas, sin ser advertidas.
Mi noche me atajó entre risas y besos tenues, entre mordiscos deliciosos de una cena compartida, de relatos del día a día, de pensamientos hechos palabras en el oído ajeno, y un sin fin de voces mutuas que acariciaban el ego y la dulce vanidad de saberse acompañado. Todo lucía perfecto justo cuando el sol se apaga debajo de la tierra y el azul se endurece y congela hasta degradarse al negro más intenso. Acompañada, despedida, y asegurada; mi chica se despide con un te quiero tan largo como su propio amor, y yo me alejo convencido de que la neonata noche aguardaba para mi sólo bienaventuranzas. Nada más falso.
Pero las horas me han atrapado ahora, me tienen contra la pared, me aíslan en este dormitorio que he decidido usar como mi refugio, que desnudo habito para no asarme vivo del intenso calor de la soledad, cuyas paredes atajan mis suspiros sordos y escucha el musitar de mis lamentos, y mis manos acarician el teclado como si se tratara de lágrimas ilusorias que resbalaran en el lado más endeble de mi carácter, todo por querer hablar con alguien, o algo, aunque sus oídos solo sean hojas de papel informático.
Sus puñales me pusieron en desventaja salvaje, sus avaricias me despojaban de mis valores materiales, sus jalones en la penumbra solitaria me colocaron indefenso ante las envestidas verbales y ante la agresión inusitada de sus cromados filos, tan cerca que sentí incluso como una de sus lenguas de metal lamía hambrientamente mis costillas. Mi cuerpo tembló por no querer alojar dentro de sí esa asta maldita, mi carne es apenas algodón frente a la tentativa de esas armas, y mi cobardía es aún más intensa que mis ganas de cerrar los ojos, volver abrirlos y descubrir, parafraseando a Monterroso, que los atracadores aún estaban ahí.
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