Las falsas llanuras son interrumpidas por suspiros sordos de medianoche, mientras que los rojos recuerdos se impregnan de la saliva que escapa de mi boca temblorosa, mientras que la misma vibración le indica el camino descendente a seguir, y mientras cautivo mi noche con tus caderas imaginarias revoloteando sobre el mutismo incierto de las doce campanadas invisibles. Cautivante, preciso, sólido, caliente. Mareo, o intento hacerlo, al flagelo indudable de mi masculinidad, lo fulmino a embestidas, y éste en lugar de amilanarse, consigue fortalecerse debajo del cielo de algodón con que lo cubro, y es arrastrado a cuanto lugar sea posible debajo de él, consiguiendo que la misma asta roce con las hebras mismas de aquél firmamento de tela natural. Su roce puede preciarse como dolor, pero no lo es. La fricción pica por dentro, como si hormigas transparentes me lamieran la vejiga. En mi mente, se impregna las memorias tuyas, diosa inolvidable. Por más que pasan los días, no desapareces. Para ti, mujer, en lugar de flores y claveles, son miles de jadeos, que a modo de rendición de culto, recibes. Y sustentar tu imagen depende de, precisamente, repetir, con impulso casi obsesivo, el amague de los que, en la soledad, precisan sólo una mano para hacerse acompañados de quien desean. Soy uno de ellos, como todos alguna vez lo son, pero lo soy ahora. Me fisgoneo, me sumerjo y me tanteo, me proveo de lo que tú no puedes hacer por mí en este momento. Debajo, la tierra blanda que se fabricara desde tiempos remotos para atajar el cuerpo al soñar, ahora presume en respaldar sólo mi humanidad en, según muchos, insana labor. Peco, gozo, deseo. Me place serme sincero, y ser sincero contigo, con la misma cuyo fantasma trapaza a trote sensual mi obelisco cárnico y sanguinolento. La que dentro de mi mente me ama. La que supone con sus labios vaginales los dedos de la realidad nocturna. La que reencarna en la brisa y sopla mis poros descubiertos. La que recibe mis arremetidas onanistas. La citada recibidora de mi versión de amor, de mi praxis solitaria, de mi carne que se estremece, del cuero que se templa y tiembla, de la piel que se abre, del alma que se me escapa como si un cuajo lácteo fuera, para llenar las laderas infinitas, que con las sábanas hice en mi soledad para que cabalgaras en ellas.
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