Nadie
se ocupaba ya de Joaquín. Ningún pariente, al parecer, disponía de algún rato
libre para compartir con el que en joven vida fuera un líder de los movimientos
clandestinos liberales durante el régimen déspota de Pérez Jiménez. Ya
carcomido por la vida, sin ninguna reserva de juventud, Joaquín yacía tumbado
en la irregular e incomoda colcha que le habían dado los “niñeros de viejos”
(como bien él decía) para que pasara aquí el más amargo trayecto hacia su
muerte.
La
habitación era estrecha y vacía, con una puerta disfrazada con pintura sobre
los latones oxidados por el orín del tiempo; las paredes, todas igual de
horribles, se alzaban moribundas, calientes y hediondas a cal sobre el piso de
granito ya sin pulir todos los días, salvo los lunes y los jueves cuando una
haitiana tosca y fea solía entrar con su ya caucásico tobo de latón con ruedas
y el coleto, que no era mas que el conglomerado de viejas franelas de partidos
políticos. Siempre le decía a Joaquín con su castellano mal pronunciado “no vaya
a bajar, está mojado”, mientras el sólo contestaba con un evidente gesto como
si con los ojos volteando le dijera: “como si tuviera ganas de bajarme,
tarada”.
Él,
los lunes y los jueves y los demás días cargaba sobre su pecho escuálido a Nina,
una dulce criatura que compartía con él su mejor hábito: dormir. Joaquín, por
los años de convivencia junto a su querida y felpuda amiga, había concluido que
estos singulares felinos nacían ya viejos, pues nada más explicaba la impensada
virtud de dormir al menos quince horas al día.
Lucia
placida sobre el abdomen superior del anciano, daba la impresión de ser una
bebita perezosa, con la respiración tenue, ligera, como si inflara burbujas
invisibles cada par de segundos con su típica nariz rosa de las hembras de esta
especie. Nina, cuando andaba por el suelo aparentaba ser una bestia gigantesca,
realmente grande, mas, sobre el pecho de Joaquín no era, a juzgar por su peso,
más que una muy acolchada almohada de suaves huesos.
Joaquín
pestañeo con fuerza, como queriendo aplastar las pestañas unas contra las
otras, victima del dolor que le dominaba y que quería obviar por clamor a su
cuerpo y cordura. La jaqueca estaba empezando a hacer efecto sobre sus
sentidos, que permanecieron virtualmente cegados por voluntad de Joaquín. Él
sabia que estaba allí, pero lo quería ignorar; sabia que se alojaba como un punto
pequeño y palpitante, negro además, extraviado por los laberintos más
inhóspitos de la mente, pero sin querer, Joaquín bajo la guardia mientras
admiraba a Nina flotando sobre la piel que recubría su esternón, y el dolor fue
acercándose cada vez más al margen de su consciente, y fue abriéndose camino
entre la materia gris de su cerebro hasta captar la completa atención de
Joaquín y comenzar con la perturbación de su ya perturbada humanidad.
Nina
se había acoplado tan bien al pecho de Joaquín, que, vencida a propósito por la
dulce pereza de las monótonas tardes, se había dormido allí mismo, sin
importarle nada más en el mundo, ni el hambre, ni los ratones, ni un varonil gato,
ni los ruidos ciegos que llegaban por la estrecha ventana que daba hacia el
transito infernal de las cuatro de la tarde en la avenida San Martín. Nina se
ocupó desde entonces de permanecer inmóvil sobre Joaquín, y éste se encargo de
aguantar la migraña clásica de los tiempos geriátricos.
Un
corazón inmaterial palpitaba en su cabeza, un tintineo tan intenso que sobre
cada punzada de dolor el rostro del viejo se fruncía delatando que estaba
siendo victima de un enorme sufrimiento. Sólo mover un tanto su cuerpo
implicaba el avivamiento drástico de las punzadas destrozándole el juicio,
además de su estricta moral de varón fuerte, pues su orgullosa hombría estaba
siendo abofeteada por cada una de las lagrimas con que con los ojos buscaba
drenar la maldita sustancia que tenia dentro del cráneo, y que lo reventaba en
espasmos.
La
vista se colaba forzadamente entre las lágrimas que se atoraban en sus ojos
entreabiertos, pero era lo suficiente para apreciar la lámpara blanca del techo
y la grieta tangente a ella que atravesaba el plano de norte a sur. Luego movía
preventivamente su barbilla hasta unirla al pecho para mirar como dormía Nina,
entonces fue allí cuando se percató del suave ronroneo del animal, que era la
chispa con que seguramente explotaba en cada respiro más dinamita dentro de su
encéfalo. Desde ese momento él ya no escuchaba a la gente de la calle, ni la
tos de sus vecinos, ni los cornetazos de los autos en la San Martín, si no que
se dejo envolver por los nauseabundos cánticos de los sueños de Mina, por sus
malditos ronroneos.
Así
cupieron dos eternos siglos en un frasco de media hora, la eternidad era
solamente el intervalo entre dos respiros. Permanecía Nina ronroneando,
sembrando aun más profundo la semilla de sus ruidos entre las adoloridas vísceras
de la jaqueca.
Los
ronroneos de Nina mascaban la materia sensible de la cabeza de Joaquín, como un
tripanosoma venenoso.
Hizo
un enorme esfuerzo para no levantarse y quitar a Nina de un solo manotazo, y
fracasó intentándolo, pues ya lo estaba haciendo.
Tomó
a la criatura por el lomo y con el impulso de su cuerpo al levantarse giró velozmente
su brazo derecho hacia su izquierda tirando a Nina hasta la pared más cercana,
con una fuerza tal que hizo pintar de rojo el punto de impacto del animal.
Seguidamente la cogió ya desplomada, y martilló con ella clavos invisibles en
el mismo suelo que no hizo más que no dejar traspasar la felina a pesar de que
el ser enloquecido, en el que se había convertido Joaquín, parecía querer hacer
pasar a golpes a la rota criatura a través del piso y enterrarla junto a sus
negros ruidos.
Pero
esta no daba más allá del granito, así que Joaquín arrodillado descargó sus
rugosos puños contra el animal, golpes certeros a lo que era su cabeza, su
abdomen y sus patas, una y otra vez. Levanto al estropajo de carne por la cola
manteniéndola en vilo mientras decidía estrellarla de lado a lado oscilando
como un ser desalmado, sonriendo autista, envenenado de furia, de placer cruel,
de hambre de tranquilidad, pagando con el jugo de la vida de Nina su propia
satisfacción. Por ultimo, Joaquín tomo por ambas patas traseras la carne del
animal que goteaba miel carmín y fresca sobre el piso, al tanto que con fuerza
veloz y descomunal separó derecha e izquierda del animal al distanciar los
brazos, quedándose cada mano con una porción del animal. Basto hacer esto para
caer de bruces contra el piso, acostado sobre el charco de lo que era Nina. Y
Joaquín, nada más así, se percató de que los ronroneos sólo provenían del
interior de él.