viernes, 3 de mayo de 2013

Kirú


En aquélla civilización primigenia, un hombre, por vez primera, mintió. Esa afirmación falsa no fue tolerada por sus compañeros del lugar y aborrecieron tanto esas palabras sin ningún fundamento que obligaron a Kirú a alejarse por siempre del sitio que había considerado su hogar. Su osadía se basó en mencionar que sobre el río había un balsa con un saco del más puro arroz, cosa que fue desmentida por el pueblo entero, que sin ni siquiera poner en duda (ya que ésta no existía), se aproximó hasta muy cerca del agua, en la que cada ojo presenció que la balsa sobre el agua no poseía algún saco, ni mucho menos el arroz que Kirú decía contener.
Al principio se dio por hecho de que alguien había retirado el saco que Kirú había visto, y él siempre callado y avergonzado, nunca arrojó alguna luz sobre la verdad sino hasta que, ya desesperado por ver los primeros lechos de su gente volteados, desordenados y removidos para intentar dar con el arroz, y el saco, por supuesto que Kirú había asegurado haber visto. Ante esos hechos insólitos en su comunidad, él no lo soportó y dijo con voz altiva: no había saco alguno, pero quise decir que sí lo había.

Esa gente no comprendía por qué lo había hecho, era absurdo que alguien mantuviera algún testimonio falso, era ilógico que se inventase algo sobre la base de la nada, bajo cualquier excusa. Tal así que las tradiciones orales se basaban en hechos verídicos, en historias de guerreros, de accidentes naturales, de viajes grandiosos y en asuntos más terrenales que nada; en tanto que lo místico sencillamente no tenía cabida en la lógica de estas personas, porque sencillamente no había espacio útil para algo que no fuera comprobadamente cierto.
En su exilio Kirú meditó con más que suficiencia, y en cada paso marcada palabras en su mente trastornada por haber incurrido en una obra que no cabía en la comprensión del pueblo donde se había creado. Así que dentro de su cabeza, rebotaban las posibilidades más funestas y desalmadas de una afirmación nada cierta, cómo podría destruir la verdad la colocación de un hecho que solo existió realmente dentro de los pensamientos de quien lo produjo.  Cómo se podía extender hasta que, desgraciadamente, todos dieran por cierta la mentira y por falsa la verdad.

Asqueado de sí mismo, y sin poder tener paz con esa mentira entre pecho y espalda, Kirú decidió bajar de la cuerda en su hombro el cuerno hueco que le servía de cántaro y después de vaciar toda el agua sobre la tierra árida, y notar cómo pequeñas serpentinas transparentes se colaban entre las grietas, susurró su mentira dentro del envase, la tapó rápidamente, e hizo con sus manos desnudas un hueco en la tierra tiesa, donde terminó sepultado junto a la primera afirmación falsa de la historia de su pueblo. Luego, en un intento desesperado por aniquilar cualquier rastro de ésta pisó con contundencia el suelo mismo que cubría el recipiente, y por un acto sin mayor meditación, casi por un reflejo de asco a lo que había dicho, mostró su pudendo al aire mientras orinaba la misma superficie en la que antes el agua había permanecido. Luego continuó su camino.

Su peregrinar duró años, y en cada locación se le negó el agua, por lo que tenía que robar en horas de la noche toda fuente de alimento en las comunidades vecinas. Nadie quería tener contacto con aquel sujeto que había inventado la mentira. Pero, ya viejo, y cansado de no pertenecer a ningún sitio, caminó rumbo a su poblado nativo, encontrando donde había enterrado el cuerno, un árbol más bien marchitado, con unas frutas blandas colgadas sin picoteos de aves ni presencia de insectos siquiera. Se notaban caídas algunas de ellas al suelo y que éstas se podrían solas, sin que animal alguno las probara. Así que decidió no probarlas y seguir su camino.

Donde había recordado que estaba el poblado que servía de hogar, notaba una casa enorme, cuyo alrededor se hicieron algunas construcciones menos complejas y desbaratadas. En esa casa central, ya que había tomado el valor de adentrarse muy a pesar de la mirada de los locales, notaba que a sus anchas había dibujos torpes de caminos sinuosos y enredados, de animales y formas como de personas y de puntos rojos y verdes. Avanzó hasta donde unas personas se congregaban mientras proferían una suerte de susurros nada entendibles y delante de ellos una canasta repleta de frutos de aquél árbol que había dejado en el camino, y que estaba en el mismo lugar donde casi medio siglo atrás había orinado.

Le impactó de sobremanera, echó un paso hacia atrás mientras que no lograba dar crédito a lo que sus ojos  veían en el techo misma de esa enorme casa. Las personas que murmuraban oyeron al anciano Kirú tropezar y caer, se hicieron cerca de él, mientras que le daban a la fuera una probada de esa fruta misteriosa a la vez que no dejaba de mirar el gigantesco dibujo de un árbol en el techado de ese lugar. Había comprendido que se trataba de un templo.

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