Mucho tiempo tenía encerrado en esa cáscara pétrea que le
servía de casa y condena de por vida. La arrastraba consigo mientras dejaba a
su paso una estela de un líquido viscoso y resbaladizo, cuyo trazo lucía haber
sido pintado torpemente por un niño que intenta terminar una línea sobre la
tierra. Los minutos eran devorados en horas, y su corporeidad anquilosada se
alejaba, al menos,
del sol que podía secarle hasta hacerle polvo. Entonces,
cuando ya su cabeza dejaba de dar tumbos y sus ojos se levantaban para alcanzar
el horizonte, despertó de la psicotrópica somnolencia; y cuando su enorme
concha realmente comenzó a estorbar, como un monumento al tedio y a la
vergüenza, finalmente se dio cuenta que él no era un caracol.
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