Era su culpa y él lo sabía. Cárol se había extraviado entre
las mareas sólidas y empolvadas de la felicidad neuroquímica en un último y
sofocado alarido de placer. En sus ojos de varón circundaban las imágenes
cromáticamente saturadas del cuerpo de ella meciéndose alocada, desnuda y
alegre sobre su delgado y gris cuerpo. Unos sismos emborrachados sin licor que
sobre cada cama de mundo pudieron seguir provocando, y de los que solo bastó
una colchoneta orinada por el tiempo para comprobarlo. En esa gomaespuma áspera
y poco acolchada estaba el mundo entero, sobre el que volaban en las más
narcóticas de las desnudeces.
Ahora, cuando no queda más que pan duro y verde sobre la
mesa, y el zigzagueante recuerdo de la luz sobre la oscura cocina, no queda más
que esperar que la tristeza pase. De alguna manera. Un flashazo, y el pan
estaban mordisqueado, pero sin el borde húmedo que los dientes y labios dejan
sobre él. Había pasado mucho tiempo, supuso. El agua ya no estaba dentro del
vaso, pero dentro de su cabeza aún persistía aquel asqueroso dolor que
calentaba sus sienes y empujaba los ojos, así lo sentía, afuera de sus cuencas
naturales. “Coño de su madre, no joda” dijo como si alguien, además de la rata
que jugueteaba invisible dentro de la alacena, pudiera escucharlo. Estaba
odiándose tanto que no lo soportaba. Los recuerdos, una teta, la línea blanca
sobre la mesa, las risas, la plaza, un muslo desnudo, la ventana cuando llovía,
la almohada, los vellos amarillos en su cuello, el morado que siempre dejaba en
la costilla de Cárol, y ese maldito cierre que le ocultó por siempre el rostro
de su amada.
Haló aire fuertemente por su nariz entonces, el día que se
la llevaron, y sabía lo que había hecho: amarla hasta morir, literalmente. Pero
su nariz está vacía y calcinada, ya no provoca nada. Ahora su franela está
mojada por sus hombros (quizás de lágrimas), sus ojos le ardían, el pan dejó de
existir, otra luz le hizo dar un salto adelante, y sólo tenía el sabor rancio
del reflujo por tener un alimento podrido en el estómago. Sobre esa misma mesa
la había tenido; en todas las ocasiones las comidas, los vasos, los trastes, la
ropa, el dinero, la vergüenza y hasta el sudor fueron parar al suelo de
granito; y todas esas veces, con el alma entrando por sus bocas y narices, por
sus manos y pieles, su pétrea virilidad había alcanzado las galerías más
recónditas del sexo de Cárol.
“Bueno, otra poca me hará bien”. Juntó cuanto le quedaba
sobre la mesa con una fotografía de ellos, tapó uno de sus agujeros nasales
para acercar a ella su propia cordillera de nieve seca, y los recuerdos, como
si la propia vida fuera, volvían a entrar en su conciencia. La fotografía caía
al suelo oscuro y sucio, su cabeza se iba atrás hasta donde el espaldar de la
silla lo permitía, sus manos le tapaban las ojos de la poca luz que dejaban las
impermeables ventanas, y entonces ocurría el milagro: Cárol se sentaba sobre su
regazo, dejaba que su caliente vulva se sintiera en los muslos de él, le tomaba
las manos se las apartaba de la cara, le tocaba la barba incipiente y lo
acariciaba con ternura antes de que él sintiera que por una vez más su mujer le
besaba con escalofriante cariño. Él abría los ojos y estaba allí, bella,
brillante y sin más ropa que su propia piel. Él era feliz, su chica le quitaba
con sus manos blancas, suaves y calientes, el botón de su sucio pantalón, se
acercaba aún más a su cadera, separaba sus piernas y dejaba que su báculo
derrotara su pórtico y entrara como un ariete sin freno hasta sus carnes más
ocultas, casi como si pudiera atravesarla. Levitaban, se sumergían, rodaban,
explotaban, lloraban, sudaban, se tocaban… Y cada noche, tras dejar que el
polvo viajara como un haz de goce puro invadiendo todo su interior, le hacía el
amor a su mujer muerta.
Díez días después, las voces y los puños inundaban el mundo
desconocido detrás de la puerta. Cada toque, cada llamada, se repetía en
solitario eco en la habitación. Los ruidos chocaban sobre las cosas y los
rincones, en cada esquina, mueble, o pared, la reverberación de los puñetazos
sobre la madera viajaban, como una pelota de goma, hasta detenerse. Hubo
algunos instantes de silencio, pero acabaron cuando finalmente el cuerpo de
medicina forense entró al apartamento, fue necesario apartar todos los muebles
derribados juntos a la puerta y hacer un pequeño espacio al apartar el más
pesado de todos. El primero de los agentes tuvo que contener las ganas de
vomitar y llevar un pañuelo sobre su boca y quitar de ésta la pequeña linterna
para dejarla en su mano.
Justo cuando el amor llegaba al climax, cuando los cuerpos
estaban agitados hasta más no poder, cuando sus respiraciones fluctuaban más
allá de lo alcanzado jamás, y cuando su miembro hacía llenar de estrellas
mojadas el vientre de Cárol, él no quiso detenerse. Finalmente el intenso
orgasmo y el asma le hicieron dejar de respirar. Él no lo sabría sino después
de terminar de tirar de los hombros pecosos de ella tanto como podía y parar de
batir su cadera con furiosa pasión. Desde entonces no paró de llorar.
Sobre la mesa, los agentes encontraron a Franco tirado sobre
la mesa. Por su rostro ya había pasado el rigur mortis y la tristeza más
profunda jamás conocida; sus mejillas mohosas lo confirmaban. Notaron en su
nariz, a parte del hilo de sangre seca, esa delgada capa blanca propia de los
que mueren tratando de alcanzar sus sueños psicotrópicos. Luego, a la mesa, sin
droga alguna, le tomaron las fotografías acostumbradas, y cerraron el frasco,
no sin antes verter nuevamente en su interior de porcelana la poca ceniza que
quedaba de Cárol.