Anoche, entre mi tristeza, decidí enterrar tus fotos. Planifiqué, en primer lugar, cómo hacerlo, de qué manera resolver reunirlas en un solo lugar sacándolas de donde las tenía escondidas durante tanto tiempo, tanto que no recuerdo la primera que escondí.
Aquélla que nunca nos tomamos fue la primera que vino a mí. Aparecías en ella tan cerca de mí que difícil me resultó sugerir algún límite entre tú y yo. Nos unía algo más allá del papel fabuloso en las que imprimí esos recuerdos, lucíamos tan contentos que no tuve valor para pensar o sentir el odio que ayer me invadió a tempranas horas de la noche.
Al tenerlas, las desintegré con la furia con que los dedos hacen rugir la fibra de papel. Volaron, aunque no por mucho tiempo, tus ojos rotos y tus partes desmembradas antes de que la gravedad la atrajera hasta el suelo donde luego una escoba terminó por hacer una montaña con mediocres colores de mis recuerdos juntos a ti.
Reí, entre loco y alegre, al menos eso me pareció, mientras mis pies descalzos presionaban tus decenas de bocas sueltas sobre el suelo, acercando las migajas de tu cuerpo unas a otras para después verterlas en la bolsa de basura que siempre, menos ayer, dudé crear para echarte a ti y a tus clones temporales.
Pero hoy, por desgracia, al despertar, noté cómo, una vez sepultada tu humanidad pictórica bajo la negra carne del planeta, después de que piedra sobre piedra fabricara el techo de tu tumba al ras del suelo, y luego de que me orinara sobre la capa oscura con que logré apartarte por siempre de mi vista con la misma aversión con que un jardinero envenena con gasolina sus gardenias, una flor, tan hermosa y maldita como tú, había nacido.
Aquélla que nunca nos tomamos fue la primera que vino a mí. Aparecías en ella tan cerca de mí que difícil me resultó sugerir algún límite entre tú y yo. Nos unía algo más allá del papel fabuloso en las que imprimí esos recuerdos, lucíamos tan contentos que no tuve valor para pensar o sentir el odio que ayer me invadió a tempranas horas de la noche.
Al tenerlas, las desintegré con la furia con que los dedos hacen rugir la fibra de papel. Volaron, aunque no por mucho tiempo, tus ojos rotos y tus partes desmembradas antes de que la gravedad la atrajera hasta el suelo donde luego una escoba terminó por hacer una montaña con mediocres colores de mis recuerdos juntos a ti.
Reí, entre loco y alegre, al menos eso me pareció, mientras mis pies descalzos presionaban tus decenas de bocas sueltas sobre el suelo, acercando las migajas de tu cuerpo unas a otras para después verterlas en la bolsa de basura que siempre, menos ayer, dudé crear para echarte a ti y a tus clones temporales.
Pero hoy, por desgracia, al despertar, noté cómo, una vez sepultada tu humanidad pictórica bajo la negra carne del planeta, después de que piedra sobre piedra fabricara el techo de tu tumba al ras del suelo, y luego de que me orinara sobre la capa oscura con que logré apartarte por siempre de mi vista con la misma aversión con que un jardinero envenena con gasolina sus gardenias, una flor, tan hermosa y maldita como tú, había nacido.