Mellar el tiempo, eso hace. Serpentear por la mente, hurgando
los poros de la conciencia. Se atasca en la garganta y reposa en el recodo más funesto, aguardando en
un vacío incómodo, donde la voz es encarcelada y trata de no morir.
Preciso es callar y conservar las navajas dentro del pecho,
dejarlas ahí hasta que sea prudente que el tiempo, las ganas y las heridas no
duelan o no se sientan, que a veces no es lo mismo.
Preciso es pensar, pensarlo mucho para no decir nada. La palabra
en la mente es una piedra horrible, pero vale más que la gema que a gritos se tira
a los oídos por doquier.
¿Qué decir?, mejor no decir y ya. Que el aire siga denso y
sin letras, que no se humedezca del aliento jamás, y que las cosas orbiten en
un éter de sustantivos muertos.
¿Qué decir? Si ya para decir las cosas no hay oídos, no hay quien
las escuche, ni las entienda, ni las sienta. Mejor es doblegar los labios y que
la luz no entre jamás a la boca, ni que los dientes sientan el viento que los
pulmones dispara, ni que la lengua se interese en otra cosa más que contar los
dientes, como si buscara siempre alguno que faltase, o sobrase.
Preciso es dejar que las cosas pasen por la mente, que se
atropellen en los pensamientos, que sus bandadas de sílabas se aplasten contra la piamadre, que las
tormentas derrumben cada surco del encéfalo tratando de salir a dentelladas,
que el cráneo retumbe ante tantas palabras que pujan por salir; mejor es hacer
mérito del orgullo, de condolencia propia, de querer que las cosas se mantengan,
y que se perpetúe, si es preciso, el silencio.