miércoles, 18 de enero de 2012

Fabiola

Las palabras se borraban de la mente del cuentista, desterrada por las nada nítidas imágenes que rebosaban su pensamiento. El cuentista simulaba escribir en el aire las palabras que no existían en su mundo, haciendo movimientos torpes e inútiles con su muñeca.
Sólo pensaba en Fabiola, en su incauta amada, en aquella dama que llenaba en paladar de sus existir de esos sabores extraños que adulzan y amargan la vida. De alguna forma extrañaba que algo tan pequeño repasara el límite del pensamiento, que le arrebatara toda cordura; mas, el cuentista deseaba escribir, debía escribir.
Tal vez para tratar de distraerse, el cuentista se levantó de su escritorio, miró la cocina que estaba mal puesta al final de la habitación, se encaminó hacia ella para encenderla y colocó una cafetera en la lumbre. Luego volvió a la misma posición en la que estaba, jugando a hacer palabras de tinta sobre el papel.
Mutaban entonces de forma ilógica sus letras en partes sinceras de un bello rostro. No había duda que su amada perturbaba su psiquis que lo hacía tan humano. Esta vez tomó la pluma con la firmeza de los sabios, dibujando dificultosamente el rostro encopado por la sonrisa de quién desde algún momento ha sido parte de su monótona vida.
De pronto, como por obra de una mágica escena, los renglones dejaron de sostenerse sobre las líneas de su libreta, haciendo que las letras cayeran formando parte de la propia Fabiola, quien lo llamaba a besos. Esto provocó el gesto repentino de su puño sobándose la vista perpleja de incredibilidad, y no hizo más que volver a mirar lo que no deseaba ver. Luego, casi parecía hacer estallar su cabeza apretándose los sesos con la fuerza necia de sus manos, al tanto que aplastaba sus ojos con los parpados enfurecidos de la prepotencia. El cuentista sólo oscilaba una y otra ves. Balanceándose como un autista infeliz.
El balanceo se pronunciaba violentamente tal loco iracundo, como si una bestia salvaje estuviera encerrada dentro de si, sin dejar de repetir autómatamente "quiero olvidarte, quiero olvidarte", como un cántico de dolor que rasgaba la más interna carne de su cuerpo.
El sufrimiento se intensificó rápidamente, de forma simultánea al húmedo carmín que teñía en la mesa, la libreta y los papeles del cuentista. La sangre plasmaba, en cada golpe, la marca de su frente sobre la pálida mesa. Con cruel armonía, sonaban los ecos frentazos sobre la tabla y el rezo sordo que el cuentista elevaba a la memoria de su amada: "quiero olvidarte, quiero olvidarte".
Sin querer se grababa más rojo en todo el escritorio y no hubiera parado al verse interrumpido por el caliente silbato de su cafetera al hervir el agua. El hombre paró, deteniendo el sangriento compás que destrozaba su humanidad por fuera y por dentro. Ya, como si nada hubiera pasado, el cuentista se levantó apartándose un poco de la mesa. Limpió, sin sentido, su rostro con su mano también sucia. El su cara no se dibujaba ningún rasgo de sorpresa, parecía que, de pronto, la serenidad se le había ceñido al cuerpo como una camisa de fuerza, inmovilizando su cordura.
Se inclinó un poco hacia la mesa tocándola con los dedos, y de su boca salió algo más sutil que un gruñido y más verosímil que un suspiro, mientras decidía voltear e ir a preparar su café de las diez de la noche.
Y volteó allí estaba ella, tan espeluznante como romántica, la esbelta figura de Fabiola danzando hermosamente sobre la cocina. El cuentista no lo podía creer. Anonadado se tumbó ligeramente sobre la pared para saber dónde desmayar. Fabiola se mostraba tierna y glamorosa mientras levantaba su clásica falda, dejando ver su pálido pie izquierdo pidiendo por sí solo que lo tomaran con las manos. El hombre caminó lenta y torpemente hasta su pié tan bonito y, al sujetarlo con fuerza, sus manos ardieron por el calor de la cafetera a la vez que la lanzaba contra la pared más próxima, junto a un alarido no tan humano y horrorisante. Miró sus manos carbonizadas por la sangre que las cubría temblando de ardor, tiritando del insostenible mal que se le encarnaba en todo su ser.
El cuentista, sin darse cuenta, lloraba de la prepotencia de no tener junto así a su amada, por el dolor de sus manos y su cabeza, y por no tener con qué secar, más que con sus huesudos hombros, las lágrimas que brotaban de sus ineptos ojos.
El viento susurró detrás de él "no me olvides, no desees olvidarme", con la voz inequívoca de Fabiola, dejándole al cuentista tragar saliva, cerró con temblor los ojos y voltear poco a poco hacia el origen de esa irresistible voz. Al dar la vuelta se halló con el cuerpo pálido y espectral de Fabiola reflejándose delante de él en el espejo, pidiéndole amor, pidiéndole que la hiciera suya, pero el cuentista iracundo ya por ese ciego romance corrió como una bestia rota del juicio y, con sus hombros veloces rompió de un salto el cristal que hacía de su superficie el retrato fiel de la causante de su locura.
De alguna manera el sonido de los trozos de vidrios estrellándose contra el suelo lo hizo sonreír. Logró que terminara el amor esquizofrénico que lo ataba a nada. Cada pedazo roto sonaba como un cántaro de una llovizna matinal. El cuentista se sentía feliz y cerró los ojos.
El silencio se hizo voz. De la nada salió una frase suave y fría diciendo "amor, estoy aquí, no desees olvidarme", marcando de un solo golpe el fin del sano raciocinio, no hizo más que abrir los ojos e intentar correr, no obstante, como si nada peor pudiera haber pasado, resbaló con los cristales que cubrían el suelo y, en cuestiones de segundos, se hizo con fuerza al suelo logrando que muchos cristales traspasaran su piel, rasgando su carne con dolor y tiñendo de rojo lo que quedaba de su humanidad.
Quedó en el suelo aún vivo, tirado boca arriba, con un generoso trozo de espejo atravesando su cuello desde la nuca, dejándolo inmóvil, viendo cómo su amada Fabiola, la protagonista más hermosa de uno de sus cuentos, danzaba en el techo al compás de los minutos moribundos.

Yeiko