Ayer, una máquina devoró mis entrañas,
un velo de fuego cubrió
-Por diez mil instantes-
la carne que miel se hacía
en la boca rabiosa
-vertical y profunda-
de tu hambre de diosa desnuda.
Ayer, una nave atracó sobre mis orillas,
Sin que antes
navegara intensa en las últimas olas
y montara las aguas marcianas como un buque de hormonas burbujeantes,
locas,
insanas,
que gimen,
y cierran los ojos,
y mastican con ellos la imagen asustada
de este océano titirante de placer.
Ayer, una colisión desplomó mis casas vacías
una piedra deliciosa,
de Venus,
heridas rasgó con saliva de frutas,
en los aires que circunda mis moradas de carne y osamenta vieja
tembló al derribar los miedos,
los mezcló de color rojizo
y sus perlas tocaron los poros,
los volcanes de masa pálida vibraron
y dentro de él el cosmos entero,
la vía láctea en potencia,
las estrellas más blancas y orates,
el cardumen de luces borrachas y vencidas por la gravedad de los cuerpos,
en estallido convirtió la realidad toda
sin que los alientos cesaran,
sin que las voces en gruñidos se esfumaran,
la colisión se vino
Ayer, los mundos se acercaron
se fusionó lo claro y lo obscuro
sobre esa caverna sobrevino la tempestad nerviosa
de nuevas nieves
que irrumpieron los glaciares infernales,
mutaba en melaza las sales más dérmicas,
y el grito llegó a tu puerta,
esa palabra mojada y tibia,
que hizo caer a los astros,
a todas las cosas del cielo,
a las fuerzas universales mutiladas,
para respirar desesperadamente,
-como si de un ahogado se tratara-
una última –y casi a muerte –
bocanada colérica de placer